Phèdre de Patrice Chéreau, la voz, el cuerpo, el idioma

Pascal Greggory interpreta a Teseo

El director de teatro y cine francés Patrice Chéreau (1944-2013) es más conocido entre los fanáticos del teatro que del gran público. Hace varios años estrenó Dans las solitudes des champs de coton, de Bernard M. Koltès en el Mercat de les Flors, pero esta Phèdre, de 2003, no llegó a programarse. Me regaló el video de la representación, que lleva un bonus de ensayos y entrevistas a Chéreau, el fotógrafo Ros Ribas, que desde hace ya muchos años documenta fotográficamente los ensayos y puestas en escena del director.  Los sofisticados montajes de Chéreau y sus planteamientos, que lo han convertido en una figura imprescindible de la cultura en Francia, tienen como contrapartida el carácter muy asequible del personaje. Me llamó la atención su falta de divismo y la fluidez de su trabajo con los actores.

Es cierto que muchos de ellos son viejos conocidos del director, como Pascal Greggory –pareja de Chéreau, interviene también en la obra de Koltès– y Dominique Blanc. El impacto de un trabajo como el que realiza en Fedra deriva, me parece, del tratamiento que da al lenguaje. Racine es un clásico que se estudia en la escuela, pocos franceses no conocen su obra, así sea por fragmentos. Entonces, se trata de revocar esa falsa familiaridad que tenemos con los clásicos y mostrar en transparencia lo que dicen. Al respecto, Chéreau cuenta que la idea de montar «un Racine» fue una sugerencia que le hizo la responsable de vestuario, de gran reputación en el medio teatral, tras el montaje de Koltès: «Si he podido hacer oír esa lengua archicomplicada de Koltès, se dijo Chéreau, tal vez haya una manera de hacer lo mismo con Racine».

Y desde luego lo consigue. Consigue que el ritmo de los alejandrinos, en la edición original de 1667, no entorpezca el flujo de la acción (pese a que la interpretación de los actores nos resulta a veces artificiosa y chocante). El tema de Fedra es el de «la represión del deseo, la culpabilidad por el deseo», y así Phèdre, enamorada de Hyppolite, hijo de su esposo Thésée, sólo se atreve a confesar su amor cuando le llega la noticia de que el rey ha muerto. Hipólito, por su parte, está enamorado de Aricie (Marina Hands), una princesa cautiva del rey. Se trata de una doble transgresión contra la ley de Teseo, el gran seductor.

Chéreau muestra el amor en los personajes, la pasión que entienden y sufren como fatalidad. Los actores aparecen como cuerpos poseídos por una voz, todo el personaje es esa voz que confiesa la pasión prohibida, el dolor de la transgresión. Entendido como fatalidad, el amor, la pasión, no dialoga sino que posee al que lo experimenta, quien traiciona a cada momento lo que siente. Como para mostrar el duelo entre lo alto y lo bajo, el juego de los actores no se desarrolla tanto en extensión como, justamente, con gestos que señalan arriba –apelando a la piedad de los dioses– o abajo –y la idea de postración, de traición a su posición, reptando por el suelo.

Patrice Chéreau durante un ensayo, foto RR

Como la interpretación gestual es minimalista, el vestuario y el escenario sobrios, la fuerza de la obra descansa en la voz de los actores. Dominique Blanc está impresionante en su manera de transmitir la locura de amor y la culpa por lo que siente y se muestra enloquecida –la locura de la mujer madura enamorada de un hombre muy joven, que además es hijo de su esposo, que además es el rey– sin resultar patética. Eric Ruff en el papel de Hipólito desempeña ese papel masculino, frecuente en Chéreau, de catalizador del deseo –como en L´homme blessé corresponde al proxeneta que trabaja en la estación–, pero sublevado contra ese papel, que lo enfrenta a su padre. Lo interesante de Ruff, lo interesante de cómo Chéreau trabaja los papeles masculinos, es la expresión subrayada de esa línea que, al traspasarla, lo convertiría en dueño de sí, dueño de su deseo. La obra de Hipólito es la batalla imposible por ser fiel a todos sus sentimientos. Empieza Hipólito queriendo ir al encuentro de su padre, en guerra, por mimetizarse con él y escapar a su destino. La tragedia también está en cómo Teseo, convencido de la traición de su hijo, al darle muerte castiga la mera idea de transgresión. Y cómo al descubrir el error cometido –un error en la realidad, pero no en, por decirlo así, el orden del inconsciente– comprende la clase de derrota que él mismo se inflige. Sin la vulnerabilidad de Hipólito o de Fedra, su poder no es heroico sino monstruoso.

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