
Portada original de El Jarama
Se publica hoy en El Rinconete la segunda parte del artículo dedicado a estos dos autores fundamentales de la literatura europea del siglo XX, Sánchez Ferlosio y Pasolini. Los artículos se envían con meses de antelación para permitir que los responsables de la página del Cervantes organicen según un ritmo ya establecido los temas y colaboradores a publicar. Entretanto Ferlosio, con noventa años cumplidos, murió, por lo que entre paréntesis solo se publica la fecha de nacimiento.
No he visto ningún artículo que ponga uno al lado del otro a dos autores con tantos puntos en común de entrada. Éste es solo un apunte.
El Jarama y Ragazzi di vita (Chavales del arroyo en su traducción castellana) fueron publicadas entre 1955 y 1956; ambas novelas marcaron un hito en la narrativa de la época, obtuvieron gran resonancia y definieron la trayectoria de sus autores, el español Rafael Sánchez Ferlosio (Roma, 1927) y el italiano Pier Paolo Pasolini (Bolonia, 1922-Ostia, 1975). Al margen de que, por razones diferentes, ambos coincidan en la más severa crítica a las sociedades de su tiempo, española e italiana respectivamente, cabe distinguir ciertas afinidades en el planteamiento literario de las dos novelas aquí citadas.
Se da la paradoja de que, por abordar la temática homosexual, la narrativa (si no su obra entera) de Pasolini, comunista crítico desde muy pronto, era considerada en países comunistas «desviacionismo pequeñoburgués», mientras que en Italia se encontró a menudo frente a los tribunales por acusaciones de obscenidad. Chavales del arroyo fue declarada no obscena y autor y editor (Garzanti), absueltos, en medio del estupor de los ambientes intelectuales. Los diarios no dejaron de señalar que muchos clásicos literarios contenían páginas más audaces que las que describían las andanzas de unos chavales de las paupérrimas borgate romanas en la inmediata posguerra. En su primera novela, Pasolini recoge, en forma de capítulos que pueden leerse como relatos cerrados, las andanzas de unos chicos, con Rizzeto y Alduccio en cabeza, desde el fin de la guerra y el triunfo aliado, cuando los alemanes aún circulan por Roma, hasta los primeros años cincuenta. Los ragazzi di vita son al principio niños y alcanzan una mayoría de edad en la que casi todos pierden el brillo de una vitalidad de supervivientes. Viven en un universo de miseria, sin instrucción y amoral y pasan su tiempo tratando de encontrar algo que comer, unas monedas que gastar, alguna ocupación poco exigente. Pasolini, recién llegado a la Ciudad Eterna, había quedado fascinado por la vida de este lumpen-proletariado, presente desde entonces en gran parte de su obra, en sus diferentes géneros. La denuncia y el juicio demostraron la fuerte influencia del sector católico en la cultura italiana de la época y el hostigamiento al que estuvo sometido desde sus inicios profesionales el poeta, novelista y cineasta, pero también permitió conocer su formación superior y su capacidad para convertir el más inesperado de los escenarios en un aula donde instruir sobre el elaborado trasfondo intelectual de su trabajo.

portada italiana
El Jarama surge después de Industrias y andanzas de Alfanhuí (1951), con un registro y una elaboración estilística radicalmente opuestos. Después del enorme éxito de El Jarama, obra clásica aún en nuestros días, Ferlosio llevó su ascetismo narrativo al extremo de renunciar definitivamente a la ficción y, como el lector sabe, una operación de rescate literario ha devuelto en los últimos años su producción a las librerías, siempre en forma de no ficción** y con la inevitable severísima crítica a España y a los españoles.
En un artículo firmado por Juan Benet, recogido en Historia y crítica de la literatura española, se lee sobre esta renuncia:
Ferlosio abandonará, con una decisión que siempre me parecerá impropia y hasta un poco engolada, todo intento literario en el campo de la ficción. Pero antes se había convertido en una de las más respetables y respetadas figuras de la demarcación literaria de nuestro país, gracias a una sola novela escrita con el prurito de la exactitud: aunque para ser exacto tuviera que pasar por la intrascendencia de la anécdota, la simplicidad de la construcción y la mediocridad de los personajes.1
El crítico resume el efecto que, en parte, produce el bien conocido argumento de El Jarama: dos cuadrillas de jóvenes —trabajadores modestos, algunas mujeres dedicadas a «sus labores»— llegan desde Madrid a pasar el domingo a orillas del río. Un escenario paralelo ofrece la fonda, donde también pasan los chicos a recoger bebidas, dejar bicicletas y encargar algo para la tarde. La fonda es el centro de reunión para una serie de personajes adultos, mejor perfilados psicológicamente que los jóvenes, que configuran el panorama social de las clases trabajadoras madrileñas en los inicios de los años cincuenta, cuando aún están presentes los estragos de la Guerra Civil. Si Mauricio, su mujer y su hija Justina representan la sensatez y generosidad de esta clase, parroquianos fijos como Julio y el alemán Snáider recuerdan, uno, las represalias del franquismo —se mencionan solo las palabras «penal» y «Ocaña» y se describe la inmovilidad del personaje para definir la derrota y la pérdida de esperanzas—, y el otro, el régimen nazi reciente, sin que el autor concrete sus peripecias.

recorte de periódico sobre el juicio a Pasolini por Ragazzi di vita
La novela experimental de esta época recoge la influencia del llamado objetivismo norteamericano, con John Dos Passos y su Manhattan Transfer como gran exponente, donde la voz de narrador omnisciente se cambia por una mirada que copia los efectos de una cámara cinematográfica y su supuesta objetividad, de modo que el lector sabe de los personajes lo que deduzca de sus palabras, de su particular manejo del idioma, de su relación en presente con el resto de personajes. Naturalmente, el montaje de escenas es, en el cine y en la narrativa, una forma de selección que refleja la intención comunicativa del autor. Pasolini muestra la vitalidad de sus protagonistas tanto a través de la acción como del lenguaje y cada capítulo relata pequeñas o grandes tragedias con el dialecto romanesco como instrumento artístico: desde la explosión por gas de uno de los ruinosos edificios de la borgata a la muerte de un niño tuberculoso, el ataque a un compañero escuchimizado, el robo de un huerto de coles, una timba que lleva a unos a la cárcel —un destino fijo para muchos de los chavales—, pequeños hurtos, robos de vehículos y carreras suicidas, prostitución de ambos sexos, ataque con cuchillo a una madre, el ahogamiento de un niño en el Tíber… con el paisaje de Roma, incluido su centro histórico, donde los ricos se exhiben en sus cochazos.
© El Rinconete – Instituto Cervantes Virtual
A diferencia de Ferlosio, Pasolini no renunció a la narrativa sino que continuó la exploración del submundo romano en su obra posterior. Su siguiente novela, Una vida violenta, puede entenderse como una continuación de Ragazzi di vita, un fenómeno literario que estableció este apelativo para los muchachos del arrabal romano. La exuberancia verbal pasoliniana contrasta con la retención de Ferlosio que, al ceñirse al tópico y a la fatigosa repetición de lugares comunes de los personajes, de un lado, contribuye al agotamiento del modelo, tantas veces copiado a partir de él, y, de otro, deja intuir cómo esta repetición de lo que conviene decir en cada momento traduce la angustia de los personajes en un contexto político y social donde los ecos del enfrentamiento armado siguen vivos. Aunque en la novela romana los protagonistas son marginales y delincuentes, aún de poca monta, no carecen de ese carisma que se gana el interés del lector, si no la simpatía; tampoco les falta el característico vigor erótico, tema que el autor de Teorema nunca esconde y convirtió en respuesta desafiante a la censura de su época.

Una vita violenta retoma los ambientes de la borgata, con personajes más crecidos y en situaciones más duras.
Ferlosio relata el conformismo angustiado de los personajes, la pobreza, la falta de horizontes y los gestos de solidaridad vividos por quien los recibe como hazañas contra la injusticia; por ello, el menor asomo de rebelión sobresale como apunte de los cambios que se perfilaban a mediados de la década y que los novelistas de la siguiente generación convertirían en su temática central. En medio del conformismo, por más que el propio Ferlosio renegara de su novela tachándola de inmadura, la muerte del personaje más inocente, Lucita, sirve para dar luz literaria a quienes con paternalismo, aún hoy, son llamados «la buena gente». Sobresalen por ello en este paisaje costumbrista la rebelión mínima de las dos chicas con sus pantalones, las fantasías de «largarse» a América de uno de los chicos, el enfrentamiento a los guardias civiles de la «moderna» Mely y el de Justina, la hija del ventero, a un novio que pretende controlarla.
El Jarama quedaría como esforzado ejercicio experimentalista si la narración se limitara al prolijo relato del anodino esparcimiento de unos empleados madrileños y de las conversaciones de fonda. Ferlosio se luce en la creación de personajes de factura picaresca, como el inválido que juega a las cartas llamado Marcelo Coca o Coca-Coña, Bichiciclo, Niñorroto o el Marciano. Su florida expresión, sus bromas sarcásticas apuntan, como los pícaros ragazzi, a una interesante independencia de la afición al subrayado trágico característico del neorrealismo.
El paisaje es un personaje destacadísimo en ambos autores. En Chavales del arroyo, Roma tiene un protagonismo que su autor enfatiza mediante la atenta descripción del arrabal y de los paisajes que desaparecerán; del centro, ciudad eterna poetizada en la precisión y en el ritmo de la prosa —que la traducción española de Miguel Ángel Cuevas cuida al detalle—; y en ambas novelas el río (Tíber y Jarama) es símbolo del pasar de la historia. Pasolini otorga al Tíber un carácter más revoltoso (cuando, por ejemplo, en el último capítulo, sus aguas arrastran al pequeño Genesio) que Ferlosio al Jarama: Lucita desaparece en un visto y no visto y la presencia del río parece impasible y estoica, espejo del tiempo, ya desde la precisa descripción de Casiano de Prado que abre y cierra la obra. En definitiva, dos clásicos contemporáneos que enriquecen la literatura europea.
(1) Eugenio G. Nora y Juan Benet, «Mocedades: Delibes, Sánchez Mazas, Sánchez Ferlosio», en Domingo Ynduráin (ed.), Historia y crítica de la literatura española, vol. 8 (Época contemporánea: 1939-1980), Barcelona, Editorial Crítica, 1980, p. 409.
** “definitivamente” es un adverbio erróneo respecto a la producción del autor, si es cierto que publicó otras obras de ficción varias décadas después, pero es correcta respecto a su actitud hacia la narrativa de ficción y a los efectos que ésta produce o busca producir en el lector. Si a partir de El Jarama pretende controlar o por lo menos orientar la recepción y la lectura que vayan a tener sus criaturas ficcionales, significa que definitivamente deja de narrar como se hace prácticamente siempre, a sabiendas de la enorme aleatoriedad que define la recepción de las ficciones.
Es cierto, de otro lado, que el tipo de crítica que practicaba Ferlosio contra “lo español” me parecía dinamita, y prefiero a autores que dejan paisajes menos “libanizados”, es decir con algo de la realidad en pie.
«IL CINEMA DI POESIA, Maria Vittoria Chiarelli
Negli anni ’60 Pasolini scoprì , anche grazie al cinema neorealista, soprattutto quello di Rossellini e del suo “Roma città aperta”, quello che in un primo tempo gli sembrò un nuovo modo di espressione e che, invece ( via via che accresceva la competenza nel trattare le immagini in movimento attraverso numerose collaborazioni con registi del calibro di Fellini e Bolognini), gli si rivelò come una vera e propria lingua con una sua prosodia, morfologia e sintassi, una lingua a tutti gli effetti, la “lingua scritta della realtà”. A quel punto i luoghi, le voci e i corpi dell’universo popolare, che erano già al centro della sua poetica, del suo mestiere di scrittore, divengono visibili, materia oggettiva di realtà vissuta, nelle cui trame si espande magistralmente la sua prospettiva soggettiva, che sceglie, illumina, o mette in ombra, dilata, restringe, trasfigura, coniugando il sentimento irrazionale con la passione ideologica, come nella poesia, nei racconti e nei primi romanzi.
Pertanto Pasolini non abbandonò mai la scrittura anche quando, in uno spasmodico desiderio di ricercare un’altra maniera di espressione che quasi contrastasse l’assolutezza della lingua letteraria italiana, patrimonio della classe borghese colta alla quale apparteneva, trovò nella macchina da presa lo strumento più idoneo che gli avrebbe consentito di tradurre in inquadrature i modelli dell’arte figurativa che più aveva amato negli anni giovanili, ma non solo; attraverso le enormi possibilità del linguaggio plurivalente del cinema, avrebbe tradotto in voci i suoni della parlata popolare, quel dialetto che già aveva scritto, reso visivo graficamente e animato con il respiro poetico. Se il mondo friulano contadino, negli anni ’40, aveva ricevuto vita attraverso l’invenzione di una lingua poetica scritta che era diventata corpo visibile di suoni incarnando la cultura popolare, nel 1961, dopo un decennio di sperimentazione linguistica attraverso il romanzo, il sottoproletariato romano rompe la cortina fumosa che relegava ai margini la grama esistenza di esseri umani che sopravvivevano miseramente alla giornata, per entrare nella storia, con una presenza lontana dagli schemi borghesi, anche se ancora priva di una coscienza, senza la quale non si poteva arrivare ad immaginare un riscatto, ovvero un vero progresso etico e politico. Ma se nelle borgate non si ravvisa ancora una consapevolezza etico-politica, il cinema di Pasolini diventa presenza reale, nella misura in cui è posta in luce la SOLA esistenza popolare, con i suoi pianti, grida e risate, con le situazioni drammatiche di esseri resi colpevoli dall’indifferenza, ma che portano sempre il retaggio di un’atavica innocenza, resi incoscienti e rassegnati al peggio del destino, ma le cui azioni vengono trasfigurate, per una sorta di inversione di rotta da un consueto percorso scontato di denuncia dell’abietto, attraverso una visione epico-religiosa: tutto si carica di nuova luce e, proprio come in un quadro di Caravaggio, la realtà umile e fangosa, violenta e misera, condannata a trascinare il peso dei giorni, diventa l’unica vera realtà rappresentabile, in cui tutto si può ancora realizzare.
La scrittura dei “trattamenti” sin dal primo film “Accattone” racconta questa ricerca della luce, della rappresentazione della realtà in cui il dolore non è mai tale senza la caratterizzazione “comica” delle azioni e in cui, per contro, la gioia non è mai tale senza una buona dose di disincanto, di scomposta rassegnazione al male. Ma alla fine nulla ci risulta naturale: tutto diventa sacro e ciascuna vita si invera nell’atto estremo della morte per essere finalmente compresa.
La ricerca dei linguaggi offriva a Pasolini l’opportunità di sperimentare ed anche la certezza che un’arte che partiva dal popolo e tornava al popolo carico di significati, potesse incidere nel profondo tessuto della società tutta, porre in crisi la classe dominante della borghesia, anche quella più illuminata e progressista, liberare la cultura dal conformismo di un pensiero che intrappolava nella superficialità una lettura intelligente del mondo. Possiamo comprendere come la concezione dell’esperienza artistica che si esplica in una tensione simbiotica con il reale, non potesse che dare l’ebbrezza di un’interiorizzazione altrettanto vera dei luoghi e delle persone che li popolavano, andando ben oltre il documentarismo, l’oggettività fine a se stessa, e proiettandosi in direzione di una comprensione delle dinamiche interne all’umanità che muovono da sempre la storia, cristallizzandola nel “mito”, ma nello stesso tempo, mai fossilizzandola in qualcosa di immutabile, di definito una volta per tutte. Una creatività esplosiva, una poiesi incessante che non poteva dare che gioia, dunque. E nell’esperienza romana ciò si acuisce in modo particolare.
Proprio con Accattone.»