Piropos, acoso e imbecilidad

emoticon piropo

Me sorprendre que haya mujeres que consideren el piropo -fuera de entornos laborales o profesionales– un insulto. Ya hace un tiempo, confundida por las mujeres que protestan por  ello (hablo de los piropos no agresivos, no sexuales), pregunté a una amiga, segura de que debía de cosecharlos a mansalva, por ser un bellezón y alardear de serlo y porque ese alarde solía verificarse encima de un escenario. Me respondió que no solo los aceptaba sino que cuando eran especialmente lucidos los jaleaba. Hasta para eso hay que ser una profesional 😀 😀

Entiendo que hay cierta diferencia entre el piropo con gracia y el acoso. (Y éste tiene sus variantes de distinta intensidad.) Más o menos la diferencia que se da entre estos dos episodios, que se produjeron en el mismo año, y de eso hace poco más de diez años.

Un día de pleno verano, mediodía en toda su potencia solar, bajé a la playa de la Barceloneta. A los que leen desde el extranjero, les cuento que es una playa urbana, popular, que desde el 92 es apta para el baño, por lo que suele estar a tope de nativos y de turistas. Entré en un súper de paquistaníes, compré un refresco, algo para picar y me puse en la cola de la caja. Delante de mí, un viejito, unos setenta y tantos le eché, con su bastón, pagaba sus compras. Se gira, me mira y exclama: «¡Qué guapa! ¡Qué guapa!». Me quedé sorprendida sin saber qué responder. No sé por qué, supuse que con la ropa blanca que llevaba y las gafas de sol en lo alto de la cabeza y mi aspecto le recordaba a las mujeres de su tiempo, es decir de su juventud. Se volvió hacia el cajero, un chico paquistaní y le pidió confirmación: «¡Es guapa! ¿Verdad que es guapa?». El paki no respondió ni oste ni moste y yo seguía convencida de que las viejas imágenes de los años 60 y 70 se le habían refrescado al viejete en la memoria. Pagó y se fue raudo, con la bolsita de la compra en mano. Había dado diez o quince pasos cuando, ya en la calle exclama: «¡que me he dejado el bastón!». Rejuvenecido, se había marchado a trote ligero hasta que casi pierde el equilibrio y se da de morros con la acera. Entonces nos echamos a reír el pakistaní y yo. Las alas del deseo.

Cuando le escribí a mi ex más ex contándole la anécdota, sabiendo que le haría gracia pues tiene la bendición y el defecto de ser muy muy mujeriego, me respondió al final de su comentario con resignación humorística: «Así terminaré yo».  (Lo cual, dicho sea al pasar, parece probado.)

Barceloneta beach, Barcelona, Port Vell, Ciutat Vella, Spain

Playa de la Barceloneta, octubre de 2017

Ese mismo año, o apenas el siguiente, en un invierno heladísimo, decidí hacer caso a la mujer de un escritor, que sabía que no hacía yo nada de vida social en el medio literario por lo decepcionada que había quedado de la fauna que lo mueve, y acudí a una de las fiestas del premio Salambó –un bar literario del barrio de Gracia, barrio anarquista y pinturero; durante varios años concedió un premio de narrativa en castellano y en catalán, si no me engaña la memoria–. Estuve un rato, que se me hizo eterno, en el que saludé y fui saludada por dos o tres personas solo para sentirme tan miserable como siempre me ha hecho sentir la gente del mundillo. No siendo bebedora (ni fumadora ni cocainómana ni ninfómana), no estaba suficientemente animada por el alcohol y sustancias amigas, de forma que pensaba ya en hacer mutis por el foro. Entonces se destacó  cerca de mi lugar un profesor del innoble curso de doctorado de Literatura Comparada de la Pompeu Fabra. Su asignatura era una de las potables, él tiene un par de años más que yo, pero tenía ya entonces una carrera más que cumplida. Hoy, catedrático. Como ya he repetido mil veces, tuve que dejarlo, con cierta rabia porque no había –o no parecía haber– un especialista en literatura española contemporánea. En algún momento me pasó por la mente que él podría haber sido al menos un candidato a dirigirme la tesina. Digamos que con esa premisa de respeto (o condescendencia) a su perfil le saludé. Él era y es amigo de alguien que era también amigo mío, aunque no íntimo, y me constaba que habían hablado de mí, en aquella época ya preteridísima aún favorablemente.

Como he dicho, era un invierno peladísimo. Iba abrigada con jersey de lana de cuello alto, pantalones, botas, y solo me faltaba ir envuelta en una manta toledana que dejara asomar apenas ojos, nariz y boca. Y entonces, sin transición, apenas después de unos segundos sin saber qué decir o esperando encontrar qué decir que sirviera de transición desde los años del doctorado –ocho al menos–, él se adelanta para exclamar:

–¿Sexo? ¿Has dicho sexo?
Él, con vocecilla aflautada, alegre por el alcohol, o fingiendo la alegría del alcohol; él, casado, con niño (al menos uno) pequeño, con su carrera universitaria, y su carita rubicunda de mejillas redondas. Él, sabiendo que yo poseía el mérito, en efecto extraordinario, de, con el concurso de muchos otros tontos como él, no ser nada ni nadie.

Me levanté –estábamos en la barra–, y sin responder me marché.

 

No puedo con el Yoga


¿Y?

 


El anuncio de este estudio de yoga reza: «El silencio es oro». Pero un bocazas siempre será un bocazas.


Cuando veo esta imagen me digo: ¿Y qué pretendes?


Alternativa al yoga. 1 : Imitar a Houdini. También exige concentración y habilidad. En tiempos de crisis, resulta útil para abrir cajas de caudales. Houdini era muy admirado entre los «amigos de lo ajeno», según cuenta Adam Phillips.

Alternativa n. 2. Hacer acrobacias con la bicicleta como este tío de Budapest. Exige concentración y pantalones cortos. Creo que tengo ambas cosas, y además una buena bicicleta.